Por Elvia Rosa Castro
Tal vez nadie sepa que Nicholas Flamel, el famoso alquimista francés que afirmó haber descubierto la Piedra Filosofal en 1382, conservaba, a la hora de su muerte, un manuscrito que develaba los antecedentes de su práctica alquímica y de su libro Hieroglyphica.
Flamel, hombre culto que podía leer incluso el latín, había recibido de su esposa Perenela -no sé cómo ella lo adquirió- una obra titulada De Veritate. Sé, eso sí, algo de su origen.
Su autor estudió en Normandía, en el monasterio de Bec, a finales del siglo XI, gustaba de las artes manuales y todo parece indicar que era condiscípulo del místico Anselmo de Aosta.
Un solo nombre, con alias, aparece en la portada –doradísima- del enigmático manuscrito: Baruch, el Atlante.
De Veritate no podía ser un libro más impío y egocéntrico: citaba a los árabes y a los griegos y a los egipcios. Y entre todos, al que más, a Heráclito, con el que empezó la Filosofía -según Hegel-; el del río que nunca es el mismo[1]. Pero sobre todo, lo que fascinaba a Baruch era la concepción que del fuego tenía el jonio: “Este mundo, que es el mismo para todos no lo ha creado ningún dios ni ningún hombre, sino que fue siempre, es y será fuego eternamente vivo, que con orden regular se enciende y con orden regular se apaga”.
¿Sería el fuego la substancia y la substancia logos? Siendo así, el fuego es logos y en consecuencia, incorpóreo.
¿Puro símbolo? De hecho si el fuego es logos entonces no escapa de nosotros o más exactamente, somos eterno fuego.
Sólo le quedaba a Baruch preguntarse por el ser de sus meditaciones para llegar a un panteísmo envidiable y una risa inundó aquel monasterio, justo en una época en que los monjes no podían reír: él mismo -hombre, ser humano, extensión y pensamiento- había sido el objeto de sus luminosos desvelos:
Dios es el hombre y es el fuego, substancia que permite su purificación, regeneración y trascendencia.
Tres siglos después, esta idea fue la que deslumbró y sedujo a Nicholas Flamel.
Tras este razonamiento, Baruch[2] emprendió lo que posteriormente muchos historiadores llamarían “arqueología interior del ser”, evadiendo siempre la palabra Dios, pues toda determinación es negación[3].
La existencia humana, como soporte conceptual, fue hilvanando sus lucubraciones. Lo importante para él era el ser ahí del hombre; un hombre fáctico, ubicado en espacio y tiempo, un hombre yoísta en sentido antigenérico pero con aspiraciones de estar en todos -vuelve el panteísmo-; y, lo más importante, movido por ciertas normas y preceptos éticos que se conjugan a su voluntad, a su vocación y ansias perfeccionistas.
Ahora bien, todo bajo los dictados de la austeridad y en muchos casos, de la abstinencia ¡faltara más!
Este fue otro de los puntos atractivos para el alquimista francés, de quien se dice, donaba el oro obtenido para obras públicas y benéficas. Aunque no sabemos a ciencia cierta qué sucedió realmente.
No obstante, -y esto no tiene refutación- siempre nos queda el espanto del hombre frente a sus propias construcciones racionales, igual que sus herramientas -tal vez el arte- para salir de su pavidez.
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[1] “No es posible sumergirse dos veces en el mismo río ni tocar dos veces una substancia mortal en el mismo estado; debido a la velocidad del movimiento, todo se dispersa y se vuelve a componer de nuevo, todo viene y va”.
[2] Traducido al castellano, Baruch es Benito. Existe una coincidencia muy curiosa: Benítez pertenece a la misma familia que Baruch o Benito; y Benítez es el apellido de un artista cubano que tiene exactamente las mismas preocupaciones que el Atlante.
[3] Esta idea está contenida en la Cábala y luego en Spinoza.
Publicado en el Libro El Observatorio de Línea. Repasos al Arte Cubano. Ediciones UNIÓN, Habana, 2008, Pp. 86-89.
Publicado en el catálogo de la exposición Uno y mil ojos, Museo del Ron/Fundación Habana Club, La Habana, 2004