Por Yenny Hernández Valdés
Febrero 8, 2023
Repasemos en una breve acotación las ideas de Hannah Arendt sobre la importancia que para ella ha cobrado el postulado filosófico de la “humanidad” para las generaciones actuales, en tanto se ha convertido en una urgente realidad debido, entre otras cuestiones, al impacto que Occidente ha tenido en el resto del mundo, no solo por una evidente saturación de sus productos y desarrollo tecnológico, sino también porque ha “exportado” su receta sobre la construcción del Estado-nación como forma única y posible de gobierno.
A la par, se ha buscado justificar la existencia de un Estado-nación natural, quizás transparente —ingenuamente pensando—, delimitado por fronteras también naturales. Esto ha conllevado a la conformación de Estados imperiales, más que naturales, donde se agrupan diversas comunidades bajo una misma autoridad centralizada, que entran en conflicto debido a sus diferencias, potenciadas sobre todo por una depresión económica notable.
Sin duda, la decadencia subyuga al tiempo presente y la humanidad atraviesa momentos oscuros en su decursar. La autoridad totalitaria se proclama rectora de esa humanidad y ha desembocado en una dimensión hegemónica, rebosante de un ego desmedido, que administra una masa despojada de una (su) identidad.
¿Es posible revertir ese efecto autoritario sobre la sociedad actual? ¿Es posible que el sujeto gregario salte del letargo de la subordinación ciega y se reconozca como sujeto pensante y actuante, no ya autómata y pasivo? ¿Hasta qué punto llegará el ejercicio autoritario del poder? ¿Será hasta rebasar el límite de la imposición, de lo exclusivo, del desdén y la segmentación hiriente?
Entre las ideas de Hannah Arendt y estas preguntas me debato en razonamiento crítico con la obra instalativa “La morada de Leviathan”, del artista cubano Ernesto Benítez (La Habana, 1971), expuesta en la sala Zambrano del Centro Hispanoamericano de Cultura de La Habana, desde el 13 de enero y hasta el mes de febrero, que da cuerpo curatorial a la muestra personal La morada de Leviathan.
Una vez más Ernesto Benítez activa las neuronas con una obra tan crítica y cuestionadora como su propio sistema de pensamiento. Un artista que se vale de un basamento filosófico fuerte, con una dosis exquisita y medida en lo punzante y cuestionador, con una maestría singular para traducir en arte el pensamiento analítico, no podía ofrecernos algo que no respondiera a esa exquisitez creativa y hermenéutica que siempre lo ha caracterizado.
Este artista “apuesta por un discurso artístico que asume nuestras propias debilidades, las escisiones y fracturas de todo tipo que resultan de nuestra experiencia existencial, enfatizando en una necesidad incontenible de religare”.
Recuérdese que Benítez forma parte de la generación ochentiana de artistas cubanos: cuestionadores sin tapujos, satíricos en su justa proporción, despojados de las redes mercantiles, defensores de un lenguaje artístico crítico, dialéctico, provocador. Antonio Correa define exquisitamente su operatoria cuando enfatiza que:
Lo ontológico es, para Ernesto Benítez, el pretexto para desmenuzar la apócrifa aseveración en torno a nuestra existencia […]. Benítez desecha cualquier reminiscencia, así como los modos culturales sobre los cuales hemos establecido una narratividad como status […].
Ernesto Benítez abre y escarba en las cicatrices de la discursividad histórica, los campos del arte y el pensamiento son su delirio, su obsesión más profunda. Contra ellos arremete, pero arremete sobre todo contra la aberrante naturalización excluyente de la cultura occidental. Las heridas que han sanado en falso, sangran, y solo con sangre se remedia lo que con sangre ha sido impuesto por decreto de armadura y espada. Las dicóticas estructuras causalistas y teleológicas, la binariedad esclerótica, el tiempo de los relojes, lo bello, lo metódico, las formas y figuras canónicas adquieren en la obra de Ernesto Benítez una relevancia desde lo que me gusta llamar genealogía de la lucidez. Quizás la noción de genealogía sea definitivamente el concepto preciso para enrostrar la obra de este hombre que, desde el arte, ha ingresado en el pensamiento, con el solo propósito de “reproducir” el orden primordial de las cosas antes de la existencia de un lenguaje.[1]
Específicamente, “La morada de Leviathan” se desdobla en una única instalación de carácter efímero en la que se agrupan decenas de bolsas negras de basura infladas con aire, el cual poco a poco se va perdiendo, amontonadas cual tumulto de deshecho sin aparente horario de recogida o limpieza.
Conceptualmente, la obra se sustenta en el pensamiento de Thomas Hobbes, considerado uno de los padres de la filosofía moderna política y autor del ensayo Leviathan o La materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil (1651), en el cual despliega todo un análisis sobre la creación de un Estado ideal y las múltiples dinámicas sociales.
Como propuesta expositiva, el Leviathan de Ernesto Benítez trae a colación algunas reflexiones de matiz sociológico que van más allá de los facilismos conceptuales políticos e incluso ecológicos.
La obra, amén de su respaldo hobbesiano en que el filósofo inglés relaciona inteligentemente al monstruo bíblico con la estructura de poder centralizada, omnipresente y única, reflexiona sobre las tensiones que desde antaño han generado en los análisis sociológicos los conceptos de autoridad y poder en las diferentes sociedades, ahora analizados desde el balcón de la contemporaneidad, el influjo atroz de la tecnología y la experiencia de vida que como artista ha tenido Ernesto durante su estancia en Europa —o quizás sería más adecuado llamarle “Occidente”, de acuerdo a las ideas de Hannah Arendt— y La Habana —el lugar de nacimiento y un contexto que se regodea aun en la nostalgia de un proyecto social fallido.
Esta viene a ser la representación artística y simbólica de una realidad social universal que ha tocado fondo en los modos autoritarios en los que el poder se ha proyectado y (auto)impuesto. En palabras de Ernesto Benítez:
[…] La autoridad constituía en tiempos de la Roma augustea —y constituye hoy en Occidente— una suerte de reconocimiento que no permite autoimposición, sino que, debe ser concedido u otorgado. Pero ¿cuándo y en qué circunstancias el ejercicio de la autoridad degenera en autoritarismo? ¿Qué nos lleva, una vez en el poder, a confundir la disciplina y obediencia de las normas con la ciega mansedumbre? ¿Cómo se superan los consensos para desembocar en la imposición, la exclusión, el escarnio, la denostación del diferente y el discrepante o el repudio al disidente? ¿Sobre qué argumentos se justifica la violencia de quienes solo pretenden aferrarse al poder? De estas y otras interrogantes nace Leviathancomo proyecto expositivo […]
“La morada de Leviathan” reflexiona, pues, en torno al poder sin autoridad y sobre los autoritarismos que emanan del poder absoluto, del poder sin límites, la codicia y el ego desmedidos. Reflexiona en torno a la connotación cuasi divina y al carácter dogmáticamente religioso con que se reviste toda “convivencia” basada en el teísmo absolutista de los totalitarismos. “La morada de Leviathan”, reflexiona en torno al poder que se autoriza a sí mismo mediante el discurso de la hobbesiana “soberanía popular” representada en la figura del monarca, de un caudillo, un líder (abiertamente supremo o diligentemente en la sombra), un jefe… un poder sin autoridad que ya no se consigue, no se obtiene, no se merece, sino que exclusivamente se detenta tal y como se ostenta la propiedad privada […] (nota de prensa).
Además, se alude en dicha obra a un sujeto reducido al anonimato, al hombre gregario, al despojo de su personalidad. De ahí la asociación entre el individuo y las bolsas de basura, condenadas estas al deshecho, a lo residual de su “contenido”. Es la metáfora de una masa que pierde no solo aire, sino también identidad y voluntad propias.
La supuesta homogeneidad de esa masa amorfa, anónima, obediente, se ve representada en un mar de bolsas negras, todas iguales, todas marcadas por un mismo código numérico cuyo significado real solo lo conoce el artista; mientras que el resto podemos especular sobre la posible lectura de dicha numeración y cuya combinación o matriz simbólica es tan polémica/polisémica como la obra misma.
Este Leviathan provoca, sin medias tintas, reflexiones en torno a una realidad sociológica de cariz universal. Nótese que no hay referencias explícitas a una u otra realidad social:
[…] no interesa ningún discurso identitario, menos recurrir a localismos, disiente de cualquier apología banal o de oposición explícita a cualquier sistema social. Benítez reacciona, primeramente, a lo supuestamente inmediato y, desentendiéndose de reclamos, va al comienzo de un interés antropológico que rebasó hace mucho la militancia social. Porque Benítez es un artista político, pero desde la horizontalidad que construye lo político como medio rector de las interacciones extra-individuales del ser humano originario; y sí le interesa quebrar relatos, pero en el orden de las toxicidades que componen esa masa “política” entre persona y persona […].[2]
Es un artista, además, que desafía discursos rancios para ofrecer una propuesta reflexiva, acorde con el sistema operacional, creativo y filosófico suyo, con la voluntad de activar un sistema de pensamiento crítico en quien se acerque a su Leviathan.
Notas:
[1] Antonio Correa Iglesias: “Ernesto Benítez: exhumación del aliento”
[2] Abram Bravo Guerra: “Ernesto Benítez: de todos, el más rebelde”
Publicado en la Revista de Arte, Literatura y Sociedad Hypermedia Magazine